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EXCLUIR DESDE LA ACCIÓN.

La situación, tal como lo supuso Martina, se repitió. Llovía intensamente en la ciudad de Rosario, provincia de Santa Fe, el domingo pasadas las diez de la mañana. Un Chevrolet Onix, color blanco, se detuvo justo frente a las puertas de la Escuela N° 801 “Carmen Faggiano de Bafico”, ubicada sobre la calle Virasoro 1900. En el asiento del acompañante estaba Martina Saita, una joven de 27 años, que, como consecuencia de haber nacido sietemesina, padece una parálisis cerebral que la obliga a desplazarse en silla de ruedas.

Al ver la considerable cantidad de gente que se agolpaba en la entrada del establecimiento, Martina supo que, otra vez, como le ocurrió hace cuatro años atrás, no iba a poder cumplir con el deber y el derecho de votar que le corresponde ejercer como ciudadana argentina.

“Ya me había tocado sufragar en este colegio, en agosto de 2011, y tuve inconvenientes para hacerlo porque, cuando quise ingresar, descubrí que mi silla no pasaba por el ancho de la puerta. En aquella oportunidad, mi padre le solicitó a la autoridad de mesa que, por favor, acercara la urna hasta el lugar en el que me encontraba pero su pedido fue negado debido a que, por ley, las mismas no deben retirarse de las instituciones sin autorización de la Junta Electoral por ende, después de una agotadora discusión, me retiré sin votar”, contó esta mujer de contextura física mediana y cabello castaño, corto a la altura de la nuca y ondulado. “Esta vez, en cambio, tenido en cuenta las inadecuadas condiciones edilicias y los antecedentes, ni siquiera me bajé del auto, opté por irme sin decir nada y sin votar, por supuesto”, agregó mientras en sus oscuros ojos marrones se reflejaban la  impotencia y la indignación.

A 300 kilómetros de Rosario, en la Ciudad de Buenos Aires, Analía Barone viviría una situación similar a la de Saita. Unos días antes de las últimas elecciones Primarias, Abiertas, Simultáneas y Obligatorias llegó a su domicilio una cédula de citación del Juzgado Federal con Competencia Electoral en la cual le informaban que había sido designada autoridad de mesa en el Instituto Corazón de María, un colegio privado, sito en la calle Guise 1979, en el barrio porteño de Palermo. Entonces, Analía, quien por una parálisis cerebral de nacimiento se moviliza en silla de ruedas, supo que no sólo no iba a poder cumplir con el deber que se le había asignado sino que, tal como le había sucedido en las últimas elecciones presidenciales, tampoco iba a poder votar con autonomía. “Una sensación ambigua me invadió al recibir la notificación. La alegría por sentir que, una vez en la vida, el Estado me había tenido en cuenta para algo que era común a todos los ciudadanos se mezcló, inmediatamente, con la bronca de saber que esta, como muchas otras veces, lo que me impedía participar plenamente de la vida social no era mi discapacidad motriz sino  la falta de accesibilidad edilicia de dicho establecimiento educativo”, expresó.

“El problema no pasa sólo por la pérdida de tiempo que esto implica porque, en mi caso, aún después de haber tenido que esperar más de hora a que me bajaran la urna, emití mi voto y me fui. Sin embargo, pese a que la entrada cuenta con rampa de acceso, ningún niño o adolescente con discapacidad motora podrá concurrir a un colegio de dos pisos, cuya única conexión son las escaleras”, remató, esta muchacha de tez color mate y cabello castaño oscuro mientras señalaba una verada rota que complicaba su andar sobre ruedas.

Dicen que para muestra basta un botón. Los casos de Martina y Analía representan, justamente, eso. Dos ejemplos de lo que ocurre a lo largo y a lo ancho del país por la desidia y el desinterés de una sociedad, de la cual forma parte el Estado en todas sus jurisdicciones, que “incluye” desde la palabra pero EXCLUYE, permanentemente, desde la acción.